El tiempo pasa lento mientras se quema la tarde, es veintinueve de junio. Podría ser cualquier día de cualquier mes, a partir de cierta edad todos se parecen, todos discurren torpes y deambulan por los años sin tener donde caerse muertos. Pero es veintinueve de junio, no es un día más, es su día más largo.
Ella se acerca a la ventana, mira con aire ausente la calle mientras los recuerdos se agolpan en su mente. Tiene las sienes plateadas y el rostro surcado por profundas arrugas, cada arruga un pesar. Poco queda ya de aquella joven presumida y parlanchina, con el lazo del delantal siempre perfecto, que escondía las cartas bajo su falda cuando jugaba al guiñote. La historia que dibuja hoy su rostro es muy diferente, es una historia de dolor. En su mano abraza la fotografía en blanco y negro de un joven apuesto, recostado en un coche con un cigarro entre los dedos. Es uno más de esos jóvenes que la reconversión industrial obligó a huir de las Cuencas Mineras buscando un futuro, ni mejor ni peor, solo un futuro, algo que no existe en el Teruel profundo. El cierre de la central y el abandono de las minas dejó a la comarca sin vida, envejeció los pueblos. Hace años que las calles respiran tranquilas, ya no se escuchan las risas de los niños y apenas quedan coches que las transiten, solo los gatos pasean ajenos a todo por ellas. Un transeúnte cruza la calzada y la devuelve al presente, le hace apartar la mirada. Baja la vista, mira la foto y la aprieta con fuerza. Ahoga un suspiro pero no llora, no le quedan lágrimas que derramar.
Él la observa con la fría quietud de su mirada, con ese poso de melancolía que el dolor y los malos tiempos dejan en los hombres. Ya no tiene relámpagos en los ojos, ya no es aquel tipo de pelo engominado que volvía locas a las chicas en las verbenas de verano. Los años fueron pasando, curvaron su columna, agrietaron sus manos, quemaron su piel pero no le libraron del lastre que suponen sus pecados. La mira por última vez antes de salir pero no se atreve a decirle nada. No hay palabras que puedan consolarla. Cabizbajo sale a la calle. A paso lento, pensativo, recorre el camino hasta el cementerio. Está cerrado y lo prefiere así. Se sienta en un banco, desde allí se divisa aquella inmensa mole de hierro y cemento en ruinas que en su día fue la central. Deambula por sus recuerdos, atraviesa la sala de máquinas, el comedor, recorre los pasillos hasta llegar al vestuario. Ve su nombre en la taquilla, Sebastián, a su lado el de su hijo. Suspira, saca su pañuelo blanco del bolsillo y seca las lágrimas que recorren su rostro.
Allí, sentado frente al cementerio verá terminar el día buscando una exculpación que nunca llega. Lamenta aquellos días en que el orgullo lo cegó. Pasó sus años jugándose el sueldo entre chato y chato de vino, por eso su hijo compró la casa y se la regaló a su madre. Pero ese no era el único motivo por el que no habían vuelto a cruzar una palabra ni a sentarse juntos a la mesa, no soportaba la idea de que ganara más que él, ni que saliera con una divorciada, ya se sabe como son los pueblos. Y sin embargo, ahora solo desearía recuperar todo ese tiempo malgastado. Aprieta las manos, se cubre el rostro y regresa a casa con el corazón en el bolsillo. Hace una última parada, esa curva, esa maldita curva y aquella última cerveza que su hijo nunca llegó a tomar.
- Ahí delante hay algo.- Dijo el acompañante.
- Yo no veo nada.
- Te digo que ahí delante hay algo parado en medio.
Un coche de la guardia civil, sin luces, de noche, en una carretera oscura, invadiendo el carril. Chirriar de neumáticos al frenar, un volantazo, el impacto y el coche dando vueltas.
- Madre no se vaya, quédese conmigo esta noche.
- Madre deme un poco de agua, tengo sed.
Silencio. Esas serían sus últimas palabras.
2 comentarios:
P R E C I O S O
¡gracias yolanda!
Mo
Impecable introducción, Yolanda! Casi, casi puedes tocar los personajes de pura credibilidad!
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