Subía la cuesta despacio, midiendo cada paso, de otra manera llegaría arriba sin resuello. Hacía mucho que mis pies no pisaban aquellas calles. A pesar de los años nada había cambiado, las mismas caras espiando tras las ventanas, el maldito cierzo, aquel bache que tantas veces me había hecho caer de la bicicleta, el silencio. Alguien debía haber roto las manijas de todos los relojes deteniendo así el paso del tiempo. Sólo el aire parecía distinto, era más denso, casi se podía atrapar con las manos, y tan frío que dolía respirarlo.
Subía despacio, jugando con las piedras, por el lado izquierdo, buscando el abrigo de tu casa. Nunca me gustó pasar bajo los olmos. Al llegar a la era descansaría, tomaría aire, arrancaría una espiga y recordaría oír tu voz recitando a Jorge Manrique. Recuerdas, era una noche sin luna, yo bajaba a la fuente y, al llegar a la altura de tu ventana, sonó aquel "avive el seso e despierte". Menudo susto me diste. Todo estaba en silencio, todavía no había luces en las calles, tropecé a punto estuve de caer, y tú seguías, "como se pasa la vida como se viene la muerte"… Llegué arriba, tomé aire. Cerré los ojos intentando retener el paisaje como si tuviera miedo de que al abrirlos pudiera desaparecer. Estabas allí. Sabía que te encontraría allí, como todas las tardes de agosto, sentada en el borde de la calzada, los pies colgando en el vacío, las sandalias a la espalda. Me sentaría a tu lado, me mirarías de reojo y sonreirías. Y yo agacharía la cabeza, escondería la mirada, rozaría tu piel y miraría tus pies.
- Perfectos, son perfectos.- me dirías.
- ¿Perfectos?, dos pies, cinco dedos en cada uno.
- Sí, perfectos. ¿No lo ves?. Míralos, cada dedo de su justa medida. Una armonía perfecta.
Y el eco nos devolvería una sonora carcajada.
Seguías siendo preciosa. La chica más guapa de la fiesta. Siempre fuiste inalcanzable. Incluso en aquellos días en que mis manos se hundían debajo de tu ropa, resultabas inalcanzable.
Poco a poco me decidí a levantar la mirada. Comencé a recorrer tu cuerpo con ella, despacio, prolongando la ascensión. Quería retrasar ese momento en que nuestras miradas se cruzaran.
- ¿Te acuerdas de aquella noche?. Escríbeme te dije.
Lo hiciste. Cada semana encontraba correo a tu nombre en mi buzón. Aquel ritual se convirtió en uno de los placeres más hermosos de mi vida. Tú me presentaste a un Alonso Quijano desconocido para mí y yo a un tal Julien Sorel. Tú construiste mis sueños con endecasílabos de rima perfecta, yo sólo pude ofrecerte inventarios de fracasos.
Seguí mi camino y llegué a los botones de tu camisa, esos que a menudo había abrochado y desabrochado. Extrañamente estaban perfectamente abotonados.
- Eres un desastre. Los llevas mal.- Te decía todas las mañanas al desayunar.
- Lo sé y me encanta que los vuelvas a abrochar.
Luego estaban tus manos, esas en las que tantas veces había descansado. Aún podía sentir el tacto suave, tembloroso. de esas manos confesoras que siempre me absolvían de todas mis torpezas.
Continué la ascensión por tu cuerpo y llegué a tu boca. ¿Seguiría sabiendo a vainilla? Sí, seguro. Tú me enseñaste que la paciencia, la ternura, saben a vainilla.
- ¿Ya has aprendido a sumar?.
- Creo que no.
- ¿Uno más uno?.- Preguntarías
- Dos.- Contestaría yo.
- Es cierto, no has aprendido. El amor es impar. Un corazón, un cuerpo, un sentimiento.
El camino llegaba a su fin. Allí me esperaban tus ojos. Esa mirada oscura, de aguas tranquilas, en la que siempre me sumergía buscando respuestas y en la que siempre me encontraba. Mirarte era como verme en un espejo, por eso me daba tanto miedo. Quien iba a decirnos, tiempo atrás, que compartiríamos cama cuando trazaste aquella línea dividiendo en dos el pueblo. Partía de tu casa, atravesaba la plaza y se perdía en el Cerro. La casa de Blasco Ibáñez quedó en tu lado y a mí me dejaste al oeste, en el bando de los malos. Todas las tardes te asomabas a la puerta del corral con aquel sombrero de paja, calado hasta los ojos y empuñando aquellas pistolas de juguete.
- Bang, bang. Estás muerta.
Y el rumor de una gota rompió el silencio. Miré al cielo pero no había nubes. Me fijé en tu rostro, llorabas. Aún así estabas preciosa. Acerqué mis manos e intenté secar tus lágrimas. No pude. Y entonces lo entendí. Bang, bang, estaba muerta.
Yolanda Gomez
5 comentarios:
Gracias por tu participación
No se quien eres aunque si quiero decirte que me ha gustado mucho...el tema,la forma de plantearlo,la poesía de las palabras, los olores, diálogos Un maravilloso "dulce recuerdo"
Gracias a vosotros por permitirme invadir vuestro territorio.
Gracias Mo por tus palabras.
Me gustaría que continuases "invadiéndonos",tenemos mucho que aprender de escritor@s como tu.!!!gracias!!!
Mo
Genial acariciando las palabras, si señor. Me ha atrapado desde el primer párrafo. Algunas metáforas me han maravillado.
Salvador Gil
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