jueves, 8 de julio de 2010

VOLAR ES CUESTIÓN DE FÍSICA,EQUIVOCARSE HUMANO

VOLAR ES CUESTION DE FÍSICA, EQUIVOCARSE HUMANO
Felicitas Martín estaba haciendo algo tan banal como asistir a una conferencia del Max Planck Institut en la Casa del mar de Alicante, donde Oriol Sirac explicaba los misterios y paradojas de la física cuántica. Hacía seis años exactamente que su vida había dado un vuelco y el causante de ello estaba de pie en uno de los laterales de la sala, concentrado en las palabras del orador. Con su inseparable camisa de cuadros y su pantalón claro con la raya bien planchada, Eduardo Izquierdo era uno de los ponentes invitados. Su fisonomía no había cambiado en estos años, cejas pobladas y un pelo ligeramente cano seguían siendo sus señas de identidad. Oriol Sirac había concluido su intervención y Eduardo se dirigió a la tarima con paso firme, nunca dudaba, era uno de esos engreídos sin escrúpulos que solo guardaban fidelidad al dinero, se creía especial. Ajustó los micrófonos, dio un rápido vistazo a la sala y la vio. Ella no pudo rehuir la mirada de aquellos ojos bicolor, inconfundibles, que seguían siendo fríos  e inquietantes. Él, tras un instante de duda, movió ligeramente la cabeza, fijó la vista al fondo de la sala y  comenzó su oratoria con una ligera sonrisa, casi una mueca, que puso en tensión su rostro. Felicitas, en realidad, no había pensado quedarse a escucharlo pero, porque no admitirlo, la curiosidad la había hecho permanecer allí cuando los aplausos dieron paso a Eduardo. Al tiempo que oía la intervención, recordaba aquellos años en los que ambos trabajaban en el centro de investigación de Flugroute Corporation desarrollando aleaciones de aluminio. Felicitas era la jefa del departamento, había sacado cinco décimas más que Eduardo en la prueba de acceso al puesto. Él no llevaba nada bien ese asunto, por eso cuando se destapó el caso de los vertidos ilegales hizo todo lo posible para culparla. La jugada le salió redonda, ella acabó en la calle y él ocupando su despacho. Mientras Felicitas clavaba sus ojos en Eduardo, su cerebro emitía a toda velocidad un informe sobre la forma más factible de vengarse.
No esperó al cóctel, salió de la sala y enfiló el coche por la Avenida de Loring hacia su casa. Veinte minutos después estacionó en el garaje de su adosado. Entró por la puerta de la cocina, se sirvió una copa de vino y con ella en la mano se dirigió al salón. Encendió el equipo musical, necesitaba relajarse, Michael Bublé y su versión de Feeling good lo invadieron todo. Recorrió la casa hasta llegar a su despacho y cogió las llaves del sótano, antes de salir se detuvo un instante a contemplar la fotografía de Neil Amstrong pisando la luna que colgaba junto a la puerta. En el sótano, una pizarra repleta de números y un extraño artilugio la estaban esperando. Se le hizo de día entre fórmulas químicas, vectorizaciones de empuje y ecuaciones de Euler pero esta vez creía haber solucionado el problema de los propulsores. Llevaba tiempo intentando mejorar el cinturón cohete, un par de ajustes más y la autonomía de vuelo sería suficiente para ejecutar su plan. Miró el reloj, era temprano, todavía tenía tiempo para tomarse un café y darse una ducha rápida. Trabajaba en las vetustas instalaciones de un instituto de secundaria de Alicante, impartiendo clases de física. Felicitas era una profesora brillante sobre la cual se habían desatado algunos rumores. Era una mujer joven y solitaria, sin grandes amigos, de largo pelo rubio. Se trataba de una persona perspicaz, ordenada, racional, poseedora de una mente analítica y una extraordinaria capacidad para el cálculo, cualidades imprescindibles para una física cuántica. Años atrás jamás hubiera pensado dedicarse a la enseñanza pero ahora ejercía su labor con pasión, intentando cautivar a sus alumnos.
Durante las semanas siguientes se dedicó trazar un plan para acceder a las oficinas de Flugroute Corporation situadas en la zona noble de la ciudad. Pilotaría el cinturón cohete hasta allí, aterrizaría en la azotea y después se descolgaría por la fachada hasta la oficina principal. Cogería prestados algunos documentos relacionados con el vertido que originó su despido y se los entregaría a la prensa. Había planificado el golpe concienzudamente. Conocía cada rincón de aquel edificio, los horarios de entrada y salida del personal y el sistema de seguridad no le supondría ningún problema, había pirateado las claves. Como toda buena física era minuciosa, cuidando todos y cada uno de los detalles, no había pasado por alto ninguno. Todas las posibilidades habían sido analizadas y contaban con una solución. No había lugar para la improvisación. Y lo más importante, el cinturón cohete estaba listo para ser utilizado.
Hacia ya unas horas que había anochecido. Era la noche perfecta sin luna, sin estrellas. Se dirigió al patio trasero de su casa y permaneció unos instantes en silencio cerciorándose que no había nadie en los alrededores. Todo estaba despejado. Vestida con mono negro y pasamontañas se ajustó el casco con visor nocturno, se colocó el cinturón cohete, tensionó los anclajes de seguridad y se puso a los mandos de la nave. Pilotarla era sencillo solo debía manejar los controles de elevación.
Tras unos minutos el GPS avisó que había llegado a su destino. Comenzó a ascender lentamente hacia la azotea en medio de aquella noche de verano, húmeda y calurosa. En el sexto piso pudo distinguir a una pareja discutiendo acaloradamente, entre insultos y maldiciones él se dedicaba a esquivar los objetos que ella le iba lanzando. No podía demorarse, no podía permitirse una distracción, todo estaba cronometrado al milímetro. Pensó que debía encontrarse en uno de los edificios adyacente a las oficinas de Flugroute, así que continuó ascendiendo. Un par de pisos más arriba creyó ver un retazo de piel. Piel suave y desnuda, el cuerpo de un Adonis griego tumbado sobre la cama. Aún teniendo la certeza de que el no podía verla se puso nerviosa, no era una mirona, pero no podía reprimir la tentación de seguir observado aquel torso bien moldeado. Volvió la vista hacia los pisos bajos, la pareja parecía haber dejado de discutir, y comprobó en que piso se encontraba.
-       Debería haber encontrado las oficinas ya.- Dijo para sí.
-       Mierda, he introducido las coordenadas al revés.- Vociferó mientras comprobaba su GPS.- Estoy en la otra punta de la ciudad.
Miró a su alrededor inquieta, su voz en medio de aquel silencio nocturno podía haber alertado a alguien. Por suerte no había nadie en la calle a esas horas intempestivas. Los nervios le dificultaban pilotaje, perdió el control y comenzó un rápido descenso que se vio interrumpido cuando consiguió volver a tomar el mando. Apenas distaban unos metros del suelo y algo, en los pisos bajos captó su atención. Un tipo daba vueltas por la habitación, se sentaba en la cama, se levantaba, daba otro par de vueltas y volvía a sentarse. Por fin se puso en pie, arrastró una silla, la colocó bajo la luz y desapareció. Unos segundos más tarde volvió a aparecer con una cuerda en la mano, la pasó por la lámpara y la anudó en su cuello. A ella se le heló la sangre, el tipo no podía verla, de eso estaba segura, llevaba ropas especiales, pero aún así tenía sus ojos fijos en ella. Los movimientos de Felicitas comenzaron a responder al  pánico. El tipo se disponía a saltar de la silla cuando un grito de terror quebró aquel silencio doméstico resonando durante unos instantes después de extinguirse. Estaba a punto de presenciar un suicidio. Tras una brevísima pausa el grito de terror se repitió, solo entonces el hombre fue capaz de reaccionar. Se quitó la cuerda que anudaba su cuello y se dirigió a la ventana. Felicitas pensó que no había nada peor que presenciar una muerte pero cuando contempló el rostro del hombre supo que estaba equivocada. No había nada peor que el rostro de la desesperación.
PALABRAS: Alicante, pilotar, grito de terror, Felicitas Martín.
 

1 comentario:

Anónimo dijo...

una historia fantástica e inesperada, con un final impresionante.
mo