jueves, 1 de julio de 2010

PaRiS siN LuZ


Un domingo más, Mercedes encaminó sus pasos calle abajo hasta un pequeño locutorio al que acudía para llamar por teléfono a su casa. Llevaba cerca de 6 meses en Paris y nuca había traspasado las fronteras del barrio de Montparnasse.
Esas escasas horas de asueto laboral, habían terminado convirtiéndose en una fría losa, una losa de angustia y tristeza que se incrementaba con el paso del tiempo.
Aquella tarde era especialmente espesa. Un incesante conato de lluvia, invitaba a Mercedes al más desgarrado de los desencantos.
Como si de una autómata se tratara, salio de la que casa en la que trabajaba como asistenta, y después de dos trasbordos en metro llegó hasta la plaza de san Michel, en el corazón del barrio latino. Andaba esquivando la inoportuna lluvia, las escasas manzanas que le separaban del locutorio al que acudía todos los domingos. Siempre le resultaba agradable charlar con algún conocido en su lengua materna, caer sin remisión en la melancolía y regocijarse en propias y ajenas desdichas. De ceremoniosa forma, esperó hasta las 7 para llamar por teléfono a su familia. A duras penas logró contener la emoción al escuchar a su pequeño al otro lado del teléfono. Pero no, Mercedes no se podía permitir envolverse en una dura capa de nostalgia. Cabizbaja y ausente abonó su llamada y con la mirada perdida se dejó llevar por la estrechas calles del barrio repletas de turistas. Un estruendoso relámpago resucitó a Mercedes de su abandono. Miró a su alrededor, los viajeros corrían en busca de refugio ante la inoportuna tormenta.
Mercedes, desorientada buscó cobijo bajo el deslucido toldo de una librería de viejo. Un anciano descansaba sentado sobre un vetusto sillón orejero color botella a la entrada del comercio.
- Bonne tard.
- Buenas tard.. Bonne tard, contestó Mercedes poco habituada a hablar en la lengua de Moliere.
- Pase y siéntese, dijo el anciano con un curioso acento francés.
Mercedes entró con timidez, esquivando las polvorientas pilas de libros que se amontonaban a su paso.
- ¿Habla usted español? Preguntó Mercedes mientras tomaba asiento en un rancio butacón de terciopelo rojo.
- Bueno más que hablarlo lo leo, afirmo el anciano sonriendo.
Me enseño el idioma un viejo amigo argentino al que conocí ya hace muchos años.
- ¿Argentino? Como yo, replicó Mercedes al tiempo que una repentina e inoportuna emoción le provocaba un nudo en la garganta.
- Y dígame señorita: ¿lleva mucho aquí? ¿le gusta Paris?
- Apenas llevo 6 meses, trabajo de asistenta en Montparnasse, apenas conozco la ciudad.
- Si tuviera 20 años menos, yo mismo me encargaría de enseñársela, afirmo el anciano. Paris es una ciudad preciosa señorita, una ciudad mágica, la ciudad de la luz.
- Eso esta bien, pero en el trastero en el que duermo, apenas llega la luz. Solo salgo de allí los domingos para hablar con mi familia, con mis hijos, dijo Mercedes al tiempo que rompía en un silencioso llanto.
Disculpe señor...
- Francois, Francois Dunlop, contesto el viejo mientras sacaba un impoluto pañuelo blanco de su chaqueta.
- Gracias señor, dijo Mercedes secándose las lagrimas, La luz me hace daño, prefiero vivir en la oscuridad.
- ¿Vivir a oscuras en la ciudad de la luz? Que despropósito Mercedes, afirmó el anciano al tiempo que se despojaba de unas rancias y opacas gafas de sol que cubrían su rostro, dejando en evidencia su ceguera.
Nadie debería vivir en la oscuridad.
- Perdóneme, dijo Mercedes. No sabía que usted era….
- ¿ciego? Replico Francois.
No hay peor ciego que el que no quiere ver, hay tanto por mirar y por admirar… y aunque ahora no pueda ver, lo que si tengo es muy buena memoria, afirmo el anciano regalando a Mercedes una amplia sonrisa desdentada.
- Me ha encantado conocerle señor Dunlop, dijo Mercedes mientras se levantaba del viejo butacón. Tendré en cuenta sus palabras.
El anciano se incorporó para despedirse de Mercedes.
- Como me dijo mi amigo Julio: La esperanza le pertenece a la vida, es la misma vida defendiéndose,
- Muchas gracias por todo, contesto ella estrechando la mano del anciano.
- Mercedes, permítame que le haga un regalo.
Francois cogió un viejo libro que reposaba en un estante cercano.
Aquí tiene.
Mercedes tomó el libro agradecida y leyó el titulo sobreimpresionado en la tapa: “carta a una señorita en Paris”
- Es un regalo de mi amigo Julio, argentino como usted. Me gustaría que lo conservará.
Mercedes se despidió del anciano y salió de la vieja tienda camino del metro, al llegar a la esquina abrió el libro en el que se podía leer una vieja dedicatoria escrita a pluma:
“Para mi gran amigo Francois, nunca pierdas esa luz”
Julio Cortazar 1963.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡fantástico magenta! tenemos que ir a Paris...queda pendiente