Pasaban los días en san Carlos, y mis vespertinas escapadas terminaron convirtiéndose en uno de los mejores momentos de la jornada.
Salía del apartamento cuando comenzaba a caer la tarde, huyendo del calor, y me dejaba llevar por mis pasos perdidos, entre eternas filas de casas de veraneo, carentes del más mínimos interés.
La carretera ejercía de peligrosa frontera que me abría la entrada al mar. Caminando campo a través por inaccesibles e inhóspitos senderos, que me abrían la puerta a embrutecidas calas, salvajes parajes abandonados a mejor fortuna. En mi última tarde, decidí ejercer de improvisado explorador, para de inconsciente manera, perderme por tan atractivos espacios.
Comencé a pasear siguiendo mis propias huellas, recorriendo zonas por las que nunca había pasado en mi breve estancia en la zona. Una luz parpadeante me advirtió de la presencia de la carretera que dividía aquel término. Crucé con recelo tan comprometida vía, miré a mi alrededor sin ser capaz de reconocer la zona en la que me encontraba, hasta que reparé en un estrecho y desvencijado camino que se perdía en la oscuridad, y que inmediatamente me dispuse a atravesar. Lentamente me fui adentrando en un espeso bosque que cual paisaje después de una batalla, mostraba humillado sus heridas de guerra. Efímeros vestigios de un pasado reciente brotaban esparcidos por un suelo tan inmundo como carente de calor humano.
Media docena de pequeñas casas de campo abandonadas a peor suerte, se repartían a través de aquella tosca extensión. A medida que me adentraba por aquel camino, una impertinente sensación de miedo y desasosiego se hacia fuerte en mi alma.
Las casas, antaño refugio de efímeros veraneos, resistían con esplendorosa decrepitud. Sus puertas, forzadas por ajenas manos, yacían inertes en el suelo. Arrancadas a patadas, cubiertas de cristales, botellas de vidrio y todo tipo de vestigios que daban cuenta de continuos abusos cometidos durante años.
No sin cierta angustia, me acerqué hasta una de ellas. Para acceder, tuve que saltar un mugriento colchón medio quemado que bloqueaba su entrada. Con sigilo, me asomé por el hueco de lo que antes había sido una ventana, a fin de cerciorarme que esta estaba vacía, y entré con recelo a su interior. Una extraña sensación se apoderó de mi con fuerza, una mezcla de frió, miedo y angustia, provocada por un ligero aunque insistente olor a muerte que me mantuvo paralizado en tan inhóspita estancia durante unos minutos hasta que el eco de unas infantiles voces me sacarón de mi efímero letargo. Para cuando quise mirar, solo pude ver a través del hueco de una de las ventanas como dos niños, cruzaban corriendo en dirección al mar.
Me sorprendió descubrir a alguien en aquel entorno, sobretodo tratándose de un par de crios no mayores de 9 o 10 años, y a esas intempestivas horas. Salí inquieto de la cochambrosa casa e intente seguir el sonido de aquellas voces que poco a poco se iban perdiendo en la penumbra del atardecer. No era el lugar adecuado para que jugasen dos niños, ni siquiera lo era para mí. La oscuridad se estaba empezando a hacer fuerte y aquel sitio cada vez se me insinuaba más como el típico lugar al que acuden los yonquis a chutarse amparados bajo inmundos techos, aislado de la carretera, del mundo….
Entre desperdicios, bolsas de platico inquebrantables al reciclado, mugrientos condones quemados por el sol, y alguna que otra jeringuilla enquistada en tierra llegué hasta un pequeño muro por el que se accedía al mar, a través de una deteriorada escalera de piedra, antaño testigo de emotivas jornadas playeras. Antes de bajar por ellas, pude contemplar como los dos niños seguían jugando al tiempo que recogían piedrecillas entre las rocas. Los observé con la atención que la escasa visibilidad me brindaba, hablaban en francés, alemán, quizás… no se, apenas podía escuchar con el ruido de las olas chocando contra las rocas. Me llamó la atención el hecho de que a esas horas de la noche vistieran con bañador, camiseta y unas sandalias de goma como las que recuerdo se llevaban cuando yo tenía esa misma edad. Una inoportuna llamada en mi móvil, provocó que los dos niños alzaran la vista y cruzáramos nuestras miradas durante escasos segundos en los que sus ojos inmutables se clavaron en los míos, con una mirada ausente, perdida y tremendamente triste que a día de hoy no he conseguido olvidar y que esquivé, aprovechando para cancelar la impertinente llamada al tiempo que comenzaba a bajar las escaleras.
Descendí con cuidado, esquivando cascotes, piedras e irregularidades varias hasta llegar a las rocas, donde sorprendido descubrí que aquellos dos niños ya no estaban allí. Recorrí con la mirada aquel reducido espacio sin encontrar rastro de su presencia, insistí atravesando el lugar, las diferentes rocas por las que les había visto jugar. La oscuridad se apoderaba por minutos de aquel lugar, y quise convencerme de que quizás mi imaginación me jugó una mala pasada y que realmente nunca vi. a nadie entre aquellas rocas. Debía irme antes de que me resultará mas difícil llegar a la carretera no sin la inquietud que me provocaba el pensar en el destino de los dos pequeños, si es que estuvieron allí alguna vez. Cuando me disponía a ascender las escaleras de camino a la carretera, algo llamó poderosamente mi atención. El pequeño cubo en el que depositaban las piedras que recogían, luchaba cuerpo a cuerpo contra las rocas. Me acerqué con cuidado de no caer entre ellas, una convulsa ola arrastró consigo el pequeño cubo cargado de piedrecillas en el que se podía leer “Montreal 76”. Le seguí con mi mirada hasta que el mar en su inmensa oscuridad lo devoró.
A duras penas conseguí salir de tan siniestra cala, salir a la carretera y volver a casa. Intenté olvidarme del tema, pero después de una larga y desvelada noche, me lancé sobre el ordenador intentando encontrar respuesta a todas mis preguntas. Investigue en las páginas Web de los diarios locales para ver si daban cuenta de la desaparicion de algún niño el día anterior. Afortunadamente ninguna información se hacia eco de esta noticia, hasta que un enlace, un infortunado enlace sobre el camping de Les Alfaques situado en la misma zona por la que había estado consiguió dejarme helado cuando el termómetro marcaba en ese momento 36 grados.
http://www.mundoparapsicologico.com/142-A_Los-Alfaques-28-anos-de-apariciones-fantasmales-tras-la-muerte-de-216-personas
2 comentarios:
Un escrito mágnífico y fantástico...el escritor está en marcha.¡Enhorabuena!
mo
Es ficción, doc? Me ha dado un poquito de miedo...Todavía están presentes en mi archivo de memoria visual las imágenes dantescas de la tragedia de los Alfaques, los cuerpos carbonizados en posturas increíbles,no nos dejaron nada para la imaginación...imágenes de pesadilla que tu relato ha desarchivado de mi cerebro. Ya te daré las gracias en persona....Sigue así,doctor, y si es posible, habla también de temas como el amor o la amistad o la solidaridad...Me gustaría mucho leer tu visión sobre los grandes temas, tan personal y creativa.
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