- Hermana Flora, un muchacho pregunta por usted, gritó la hermana Paula desde la ventana de la cocina.
Bastaron un par de minutos para que la monja atravesase los fríos pasillos del convento en dirección a la puerta. Ni siquiera lo apresurado de sus pasos consiguieron trastocar las oraciones que en ese momento realizaban sus hermanas en la capilla.
Eran tiempos de crisis, con los años y la falta de vocación, cada vez eran menos en la congregación. Los problemas económicos ahogaban la comunidad, y ni siquiera los antaño generosos donativos de los feligreses, ni la venta de sus apetitosas yemas, conseguían sacar adelante tan espiritual empresa.
El pequeño huerto había dejado de ser rentable y Flora a duras penas podía hacerse cargo del cultivo de las frutas y verduras con las que en los últimos años habían conseguido sobrevivir a tan precaria época.
- Dígame hermana, ¿Qué planta es esta que cultiva usted con tanto esmero? Preguntó con curiosidad la madre superiora al tiempo que miraba las numerosas plantas allí sembradas, por encima de sus gafas, arqueando las cejas.
- Esta planta sin frutos y de apagado y monocromático aspecto nos ayudará a salir del oscuro agujero en el que ha caído este nuestro convento madre, contestó la hermana Flora mientras podaba con esmero uno de sus hojas.
Tocaban a maitines en el convento, y todas las hermanas, con la hermana Flora a la cabeza atravesaban en silencio el convento en dirección a la puerta de entrada. Cargadas cada una de ellas con enormes bolsas de las que rebosaban con descaro las ramas de tan protegida planta se dirigían de ceremoniosa manera al tiempo que con sus delicadas voces entonaban agradecidos cánticos. Todas menos la hermana Rafaela, que con gastronómica curiosidad, recogió y posteriormente trituró algunas de las hojas que accidentalmente quedarón en el suelo, para posteriormente y dejándose llevar por esa misma curiosidad, sazonar un apetitoso cocido con tan desconocida especia.
- Huele a gloria y seguro que sabe mejor, comentó la hermana felicitas mientras iba sirviendo los platos de todas las hermanas.
Ni que decir tiene, que el convento de las Hermanas de la Caridad, no recuerda cena más alegre y disparatada. Las risas incontroladas resonaban con eco entre los muros de tan vetusto convento. Unas horas tan solo apagadas cuando la hermana Flora de ceremoniosa manera se acercó hasta la mesa que presidía la madre superiora.
- Hace unos días me preguntaba madre, que extraño fruto florecía entre tan toscas plantas.
- Es el fruto de la felicidad, dijo la hermana Flora al tiempo que amontonaba un enorme fajo de billetes de 100 euros sobre la mesa.
Bastaron un par de minutos para que la monja atravesase los fríos pasillos del convento en dirección a la puerta. Ni siquiera lo apresurado de sus pasos consiguieron trastocar las oraciones que en ese momento realizaban sus hermanas en la capilla.
Eran tiempos de crisis, con los años y la falta de vocación, cada vez eran menos en la congregación. Los problemas económicos ahogaban la comunidad, y ni siquiera los antaño generosos donativos de los feligreses, ni la venta de sus apetitosas yemas, conseguían sacar adelante tan espiritual empresa.
El pequeño huerto había dejado de ser rentable y Flora a duras penas podía hacerse cargo del cultivo de las frutas y verduras con las que en los últimos años habían conseguido sobrevivir a tan precaria época.
- Dígame hermana, ¿Qué planta es esta que cultiva usted con tanto esmero? Preguntó con curiosidad la madre superiora al tiempo que miraba las numerosas plantas allí sembradas, por encima de sus gafas, arqueando las cejas.
- Esta planta sin frutos y de apagado y monocromático aspecto nos ayudará a salir del oscuro agujero en el que ha caído este nuestro convento madre, contestó la hermana Flora mientras podaba con esmero uno de sus hojas.
Tocaban a maitines en el convento, y todas las hermanas, con la hermana Flora a la cabeza atravesaban en silencio el convento en dirección a la puerta de entrada. Cargadas cada una de ellas con enormes bolsas de las que rebosaban con descaro las ramas de tan protegida planta se dirigían de ceremoniosa manera al tiempo que con sus delicadas voces entonaban agradecidos cánticos. Todas menos la hermana Rafaela, que con gastronómica curiosidad, recogió y posteriormente trituró algunas de las hojas que accidentalmente quedarón en el suelo, para posteriormente y dejándose llevar por esa misma curiosidad, sazonar un apetitoso cocido con tan desconocida especia.
- Huele a gloria y seguro que sabe mejor, comentó la hermana felicitas mientras iba sirviendo los platos de todas las hermanas.
Ni que decir tiene, que el convento de las Hermanas de la Caridad, no recuerda cena más alegre y disparatada. Las risas incontroladas resonaban con eco entre los muros de tan vetusto convento. Unas horas tan solo apagadas cuando la hermana Flora de ceremoniosa manera se acercó hasta la mesa que presidía la madre superiora.
- Hace unos días me preguntaba madre, que extraño fruto florecía entre tan toscas plantas.
- Es el fruto de la felicidad, dijo la hermana Flora al tiempo que amontonaba un enorme fajo de billetes de 100 euros sobre la mesa.
Dr.Magenta
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