Me crucé con ella en la taberna Salitre, llevaba un largo abrigo negro y botas camperas, pantalón vaquero de color gris oscuro, un sueter de cuello alto, y un perfume de Givenchy mezcla de lirio y roble, de una sensual pureza. No me hizo falta preguntar, una mujer de semejante catadura desentonaba grácilmente entre tantos mozos y peones portuarios. Era la persona que estaba buscando. Una asesina a sueldo responsable de la muerte de mi compañero minutos atrás. La observé desde el otro lado de la barra. Vi como se quitaba sus guantes de cuero negro con sensual gesto. Y pedía un chupito de Macallan de 18 años que el barman sacó de un lugar oculto del mueble bar. Yo disimulaba por supuesto, pero las mujeres hermosas, detectan hasta el más ínfimo atisbo. Bebió su chupito en un vaso congelado, alto y esbelto por supuesto, mientras sacaba una pitillera de un brillo puro, genuino, propio de la auténtica plata. Cogió uno de sus pitillos, y saboreó el Macallan, lentamente.
Mientras la observaba con gran disimulo, me bebía una cerveza y fingía seguir el partido de futbol que emitían en el viejo televisor catódico. Disfrutaba del olor del mar que entraba por una ventana próxima, el olor a sal, a frescura; aunque todo ello enturbiado por el olor a sudor y piel grasienta, que emanaba del resto de clientes. Fui quedándome cada vez más embelesado con su presencia, y entonces revivió en mí la idea de salir yo antes que ella.
En ese momento exacto, como si por algún arte de magia venusiana se tratara, recogió su pitillera y se puso el abrigo. Salió del Salitre, rauda, despidiéndose de su cómplice barman con un leve gesto, mezcla de desprecio y afecto. Se encaminó a la puerta y salió con paso explosivo, dejando que el viento le abriera el abrigo y se llevara consigo el perfume hacia dentro del bar, haciendo que los asistentes, tomaran conciencia de su abandono.
Rápidamente la seguí. Fui andando tras ella en dirección a los muelles, donde se adentró en una nave industrial usada como almacén. Al llegar a la entrada del mismo, saqué mi arma y la linterna. Entré y comencé a buscarla entre tantos bidones y contenedores, oteando aquí y allá, infructuoso, y frustrado. Noté un fuerte olor a rancio, a polvo, a cerrado. Un olor que se mezclaba con el de algún derrame de grasa de motor, o aceite. Un olor que invitaba al desánimo, a abandonar mi búsqueda, y aún más, a salir huyendo. Pues el olor a lo sucio, a lo sin vida, solo puede llevarte de la apatía, a algo peor. Alcancé el convencimiento de que se había ido, hacía ya muchas respiraciones que no percibía ningún sonido, que no veía ninguna sombra. Pero entonces olí, olí ese perfume de lirio y roble. La habitación adquirió vida en tonos florados, y sentí el cañón de un arma pequeña en la espalda, debajo de las costillas. Antes de oir el disparo, un velado recuerdo pasó por mi mente impregnado de aquella fragancia, era yo saliendo del bar y pasando junto al chupito de Macallan, donde había un espejo, desde donde se veía perfectamente, mi cerveza.
Mientras la observaba con gran disimulo, me bebía una cerveza y fingía seguir el partido de futbol que emitían en el viejo televisor catódico. Disfrutaba del olor del mar que entraba por una ventana próxima, el olor a sal, a frescura; aunque todo ello enturbiado por el olor a sudor y piel grasienta, que emanaba del resto de clientes. Fui quedándome cada vez más embelesado con su presencia, y entonces revivió en mí la idea de salir yo antes que ella.
En ese momento exacto, como si por algún arte de magia venusiana se tratara, recogió su pitillera y se puso el abrigo. Salió del Salitre, rauda, despidiéndose de su cómplice barman con un leve gesto, mezcla de desprecio y afecto. Se encaminó a la puerta y salió con paso explosivo, dejando que el viento le abriera el abrigo y se llevara consigo el perfume hacia dentro del bar, haciendo que los asistentes, tomaran conciencia de su abandono.
Rápidamente la seguí. Fui andando tras ella en dirección a los muelles, donde se adentró en una nave industrial usada como almacén. Al llegar a la entrada del mismo, saqué mi arma y la linterna. Entré y comencé a buscarla entre tantos bidones y contenedores, oteando aquí y allá, infructuoso, y frustrado. Noté un fuerte olor a rancio, a polvo, a cerrado. Un olor que se mezclaba con el de algún derrame de grasa de motor, o aceite. Un olor que invitaba al desánimo, a abandonar mi búsqueda, y aún más, a salir huyendo. Pues el olor a lo sucio, a lo sin vida, solo puede llevarte de la apatía, a algo peor. Alcancé el convencimiento de que se había ido, hacía ya muchas respiraciones que no percibía ningún sonido, que no veía ninguna sombra. Pero entonces olí, olí ese perfume de lirio y roble. La habitación adquirió vida en tonos florados, y sentí el cañón de un arma pequeña en la espalda, debajo de las costillas. Antes de oir el disparo, un velado recuerdo pasó por mi mente impregnado de aquella fragancia, era yo saliendo del bar y pasando junto al chupito de Macallan, donde había un espejo, desde donde se veía perfectamente, mi cerveza.
1 comentario:
Me gusta mucho ese punto tan a cine negro que tiene todo el relato.
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