lunes, 7 de febrero de 2011

Muerte en el callejón III

Volví a la comisaria con el rostro de Adam tatuado en mi mente. Fui conduciendo por el boulevard con un pitillo en la mano izquierda y la ventanilla bajada. La fresca brisa nocturna enfriaba la palma de mi mano; esa noche hacía calor. Las luces de la ciudad se reflejaban en el salpicadero. La calle estaba desierta, sin vida...
Al llegar, el jefe me estaba esperando. Entramos en su despacho sin que me dijera una sola palabra. Cerró la puerta y se puso a deambular por la habitación. No paraba de moverse y de tocase la cara. Dejé los cigarrillos sobre su mesa, encendí uno y me preparé para la bronca.
-Llevas mucho tiempo sin compañero Jim, en otra época le habrías dicho al novato que te siguiera con el coche, tal vez así…
Hizo una pausa para recomponer su rostro y cogió uno de mis cigarrillos.
-Era el sobrino del alcalde Jim, había sacado muy buenas notas en la academia.
Hizo otra pausa.
-Hemos cotejado las huellas de esos tres fiambres. Pertenecían a la mafia rusa, unos auténticos hijos de mala madre.
Se detuvo para dar otra calada, ya lo tenía calfado, y su respiración seguía entre-cortada. Se paró ante mí y mantuvo su mirada fija en mis ojos mientras decía:
-Tuviste mucha suerte Jim.
No esperaba ver su lado humano, supongo que esa noche el ensimismado era yo.
-¿Crees que estos tipos fueron los que mataron a aquellas chicas?
Pegué una calada profunda, para coger fuerzas. Abrí la boca mientras tragaba hondo el humo y tras soltarlo suavemente contesté:
-No, aquellos tipos parecen estar metidos en un asunto de prostitución como mucho, extorsión y esas mierdas. A las chicas las mató alguien diferente. Un asesino en serie seguramente. No creo que haya relación con los rusos.
El jefe me miró nuevamente con la mano temblorosa, y el pitillo casi consumido (se le había caído la ceniza sobre el zapato). Y me dijo:
- Acaban de encontrar a otra, les he dicho que cuando el cuerpo llegue al depósito te avisen. Lárgate de aquí, encuentra a ese hijo de puta.
Cogí un café de máquina y fui a mi mesa, vacié el cenicero en la papelera de al lado (la mía estaba llena). En la sala habrían unas 12 mesas y estaba bastante concurrida, el bullicio de costumbre en una noche en la comisaría, y por supuesto cigarrillos, muchos cigarrillos encendidos… Fui a prender uno y advertí que no tenía el mechero; el bueno del capitán me lo había vuelto a robar. Rebusqué entre los cajones y encontré una caja de cerillas, prendí una y saboreé aquel olor, ese aroma a fósforo y madera quemada. Encendí mi pitillo y le pegué una calada. “Qué bueno está”. Repasé en mi mente toda la información, intentando apartar la cara de Adam de mi retina, mientras esperaba la llamada del depósito. Coloqué una hoja en la máquina de escribir para hacer el informe, pero entonces recordé que tenía un cigarrillo en la mano, y esperé a terminármelo con el café, tranquilamente. Saboreándolo. Si ya por sí solo un cigarro es un placer indescriptible, combinado con el café, aunque fuera aquel café horrible de máquina, suponía un goce que seguro debía tener muy alto precio… Y allí estaba yo, relajándome con su sabor y jugando con el humo. Así pasé unos siete minutos, los mejores siete minutos de la noche. Disfrutando de aquel pitillo, en la densa niebla del tercer piso de la comisaría, con la pobre iluminación de los flexos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡¡¡¡y mira si da juego un cigarro en una novela de polis¡¡¡¡
Me han entrado ganas de fumar...pero no caeré ¡¡¡¡
mo