Al verla sentí todo el odio que un hombre puede sentir por una mujer. No sé por qué, ni tan siquiera sé su nombre. Solo sé, que al verla con un arma, alcé mi mano contra ella como si mi cuerpo supiera antes que yo, que en mi mano había una pistola. Apreté el gatilló. Lo hice muchas veces. Dejé de hacerlo mucho después de que ella cayera inmóvil. Miré a mi alrededor. Nadie. No sabía quién era aquella mujer. Pero al acercarme a mirarla, sentí el vacío y la pena. La ausencia del todo más grande que se pueda imaginar. Y la sinrazón de la vida.
Conocí a Andrea del mismo modo que suelo conocer a la gente desde hace ya demasiados años: cazando brujos. Durante la noche de un día oscuro. Andrea, su hermano, mi hermana y yo llevábamos meses intentando atrapar a un brujo que tenía el poder de borrarte la memoria, imponiéndote sus manos. Al llegar a aquel almacén abandonado, nos separamos. Andrea y yo fuimos al piso superior mientras nuestros hermanos rastreaban la primera planta. Al cabo de un rato oímos unos disparos. Cuando llegamos, no vimos rastro alguno del brujo, ni supimos nada de él en mucho tiempo. Andrea y yo, unidos en nuestro dolor, iniciamos una relación de dependencia, una relación enfermiza arrullada por el odio y aderezada con bourbon. Pasamos meses así. Intentando no sufrir. Lamiéndonos las heridas, en un fútil intento de encontrar al que nos mutiló la vida.
Una tarde lluviosa en un café, manchados de resaca y teñidos de autocompasión, Andrea me dijo que me dejaba. No podía creerlo. La iba a perder también a ella. Que asco. Que repugnancia. Que dolor… Dijo que era lo mejor, que solo estábamos haciéndonos daño y que era mejor continuar. Dejó su aparato rastreador de brujos, (una vieja brújula) sobre la mesa, y sentí un agarrotamiento en las entrañas que me llevaba, con escasa resistencia, a la más profunda ira. Apreté los dientes y arañé la mesa, más en un intento de prepararme para lanzarle todo mi desprecio, que por una cuestión de autocontrol. Cuando, en ese momento, la brújula comenzó a girar.
Ambos nos quedamos perplejos, aseveramos que la dirección a seguir era la correcta y Andrea simplemente añadió: - Venga, vamos a matarlo, con un poco de suerte podremos obligarle a que nos haga olvidar estos últimos meses.
Olvidar nuestro tiempo juntos. Maldita seas Andrea, maldita seas. Salí con ella del café rumbo hacia el brujo con la intención de dar salida a mi furia de una forma u otra. Nuestros pasos nos llevaron hasta los muelles. Otra oscura noche, otro almacén…
Entramos y nos mantuvimos juntos pistolas en mano, buscando y buscando con el palpitar de la desazón en la garganta. Al llegar a una pasarela algo cayó sobre mí. Era el brujo. Se aferró a mí y juntos caímos por la barandilla al piso de abajo. Zarandeamos y finalmente me agarró por el cuello, mientras me imponía la otra mano en la cabeza, y me conjuraba.
4 comentarios:
¡¡¡me ha gustado mucho mucho!!!
el camino ya está abierto ahora hay que ir trazándolo trabajando día a día.
molt bo Pablo!
Pablo, siempre sorprendes, aunque el final lo des nada mas empezar, me ha gustado
Muy chulo, echaba de menos tus relatos....
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