Un domingo más, y siempre de la mano de su madre, Lucia viajó hasta Valencia en tren para ver a su hermana mayor que permanecía ingresada en un sanatorio para tuberculosos junto a la playa. Toda una aventura para una pequeña que vivía de espaldas al mar, toda una aventura que llenaba de color la oscura época en la que le había tocado vivir. La guerra había terminado pero sus secuelas habían dejado raíz en tan árido paisaje. Un paisaje aun si cabe mas sombrío después de que a su hermana mayor Clara se infectara con el despiadado virus que contrajo tras compartir catre con una joven refugiada que huía de la crueldad de tan dura contienda.
Sentada en el tranvía, de camino a la Malvarrosa, Lucia jugaba con sus ensortijados rizos, esos mismos rizos que Clara se empeñaba en cepillar cada noche a la sombra de un candil. Una labor que nunca fue del gusto de la pequeña, y que ahora echaba tanto de menos. Una laboriosa tarea que su hermana, a modo de premio, remataba colocando con delicadeza una amapola en el rizado cabello de la niña.
Los primeros golpes de salitre en forma de suave brisa auguraban a la pequeña la última parada del dominical tranvía. Cogida con fuerza de la mano de su madre, llegó hasta el hospital, esperando sentada en un banco justo enfrente de la ventana a la que su hermana se asomaba para saludarla.
Era un día especial, Lucia había hecho un dibujo para ella, un precioso campo repleto de amapolas, las mismas con las que su hermana adornaba sus cabellos, para que luciese en la triste habitación de aquel hospital. Sin poder permanecer más tiempo sentada, esperaba inquieta frente a la ventana que no acertaba a abrirse. Allí permaneció de pie ceca de media hora, esperando que Clara, como cada domingo, se asomase al ventanal para saludarla y llenarla de besos. Un seco golpe de aire la sacó de su desasosegado letargo. Un golpe de brisa carente de salitre, de frescor, de felicidad. Un golpe de viento atravesó su corazón con funestos augurios, al tiempo que sobre sus cabellos se dejaba caer con delicadeza una bonita amapola.
De vuelta al pueblo, sentada en el tren, una furtiva lágrima fue a caer sobre el campo de amapolas que con tanto cariño había dibujado.
Pasó mucho tiempo hasta que Lucia volvió a ver el mar.
Sentada en el tranvía, de camino a la Malvarrosa, Lucia jugaba con sus ensortijados rizos, esos mismos rizos que Clara se empeñaba en cepillar cada noche a la sombra de un candil. Una labor que nunca fue del gusto de la pequeña, y que ahora echaba tanto de menos. Una laboriosa tarea que su hermana, a modo de premio, remataba colocando con delicadeza una amapola en el rizado cabello de la niña.
Los primeros golpes de salitre en forma de suave brisa auguraban a la pequeña la última parada del dominical tranvía. Cogida con fuerza de la mano de su madre, llegó hasta el hospital, esperando sentada en un banco justo enfrente de la ventana a la que su hermana se asomaba para saludarla.
Era un día especial, Lucia había hecho un dibujo para ella, un precioso campo repleto de amapolas, las mismas con las que su hermana adornaba sus cabellos, para que luciese en la triste habitación de aquel hospital. Sin poder permanecer más tiempo sentada, esperaba inquieta frente a la ventana que no acertaba a abrirse. Allí permaneció de pie ceca de media hora, esperando que Clara, como cada domingo, se asomase al ventanal para saludarla y llenarla de besos. Un seco golpe de aire la sacó de su desasosegado letargo. Un golpe de brisa carente de salitre, de frescor, de felicidad. Un golpe de viento atravesó su corazón con funestos augurios, al tiempo que sobre sus cabellos se dejaba caer con delicadeza una bonita amapola.
De vuelta al pueblo, sentada en el tren, una furtiva lágrima fue a caer sobre el campo de amapolas que con tanto cariño había dibujado.
Pasó mucho tiempo hasta que Lucia volvió a ver el mar.
2 comentarios:
en alguna ocasión he podido sentir ese aire que tan bien describes en tu historia .
Una vez más me cautiva su epíteta escritura Doc. Me he quedado enredado en los ensortijados cabellos.
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