Dos mujeres de unos 30 años esperan, una al lado de la otra, en la sala de espera de un ambulatorio. Una de ellas lleva un vestido muy ceñido y lencería fina. La otra, mira a la primera con deseo y decide entablar conversación.
-Hola perdona, me gusta mucho tu vestido. ¿Dónde te lo has comprado?
- ¡Uhy! Pues verás, -dijo poniendo las manos sobre unos delicados muslos vestidos por unas medias de encaje negro- no es mío, es mi uniforme. ¿A que es genial? Verás, me llamo Dulce y soy vendedora de lencería erótica.
Dulce se puso en pie y dio una vuelta, haciendo girar su espléndida figura al tiempo que esparcía su hipnótico perfume, por la sala.
-¿Cómo te llamas? -Dijo al tiempo que le extendía su manicurada mano de uñas esmaltadas.
-Dévora –contestó. Erosionando el tejido del vestido y las medias con su mirada.
-¿Te gusta? Pues verás, aquí tengo muchas más cosas.
Empezó a sacar de una bolsa picardías, medias de rejilla y guanteletes de encaje, superponiéndolos encima de ella y luego sobre Dévora. Dévora escondía su deseo infructuosamente mientras un joven de pierna escayolada asistía petrificado a tan sugerente venta. Un matrimonio de jubilados intercambiaban codazos y un padre soltero perdía el biberón de su nene sin capacidad alguna de recuperarlo.
Dulce inconsciente del deseo provocado (por lo menos en Dévora) siguió ofreciendo nuevas alternativas de moda picante que no tardó en alcanzar todo el abanico de sabores que ofrece la industria del placer. A lo que Débora respondió con gestos evasivos y con el más desgarrado, forzado y falso “no me interesa nada” que una vendedora haya oído jamás.
Pablo
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